Aquella tarde del 23 de septiembre de 2005, todo cambió. Bajaba de Lares camino a WKAQ luego de pasar toda la mañana cubriendo los actos de conmemoración del 137 aniversario del Grito de Lares.
Los celulares no paraban de sonar, comentaristas radiales hablaban del posible asesinato de Filiberto Ojeda Ríos a manos del FBI en Hormigueros, Puerto Rico. Al principio no lo creía, cada cierto número de meses escuchábamos rumores de su muerte o arresto, estaba sumida en el cuento de Pepito y el lobo.
Esta vez el lobo llegó de verdad, y no vino solo. El Gobierno de Puerto Rico, la policía estatal y municipal colaboraron en la emboscada que el FBI organizó desde Washington para matar a un líder independentista que ya tenía 72 años y que no representaba ninguna amenaza real.
Mi día de trabajo, que había comenzado a las 7 de la mañana, se extendió hasta las 11 de la noche. Fue una de las experiencias más enriquecedoras en mi carrera profesional. Pude ver de primera mano como el pueblo se auto convocaba para repudiar este vil crimen. Es indescriptible poder contarles lo que fue ver a los cientos de jóvenes, adultos y niños que marcharon desde Plaza las Américas hasta el Tribunal Federal cargando velas, pancartas, pero sobre todo llevando de la mano una rabia e indignación que era palpable. Se sentía en la piel, es parecido a eso que le llaman “la muerte chiquita”, cuando se te paran los pelos por algo que no comprendes.
Así pasé todo ese fin de semana, hasta que llegó el martes 27 de septiembre, día del entierro.
Me asignaron cubrir la trayectoria del cortejo fúnebre desde su salida en San Juan hasta Naguabo donde sería enterrado. Mis ojos no creían lo que veían. El trayecto regularmente puede durar una hora, pero tardamos casi cuatro en llegar. La caravana de carros era impresionante, no hubo paseo, puente, o esquina de carretera que no estuviera llena de gente que daban sus últimos respetos al líder del Ejercito Popular Boricua. Los niños salían de las escuelas a tirar flores, es una imagen que nunca olvidaré, es un sentimiento que aún me llena.
Llegando a Naguabo, ya se veían cientos de carros estacionados a la orilla del Expreso. La gente caminaba más de una hora para llegar hasta el cementerio. ¿Dónde se metería tanta gente? Me preguntaba. Yo iba a la cabeza de una caravana de miles de carros, y ya Naguabo estaba repleto. En una entrevista que pude hacerle esa tarde a Juan Mari Brás, me confirmó que no había visto tantos puertorriqueños juntos desde el entierro de Luis Muñoz Marín.
Pude ver las muestras más genuinas de cariño, dolor y solidaridad. Gracias a todos los que estuvieron allí. Gracias por hacerme sentir humano una vez más.
Esa tarde, todos volvimos a ser gente.
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